Entre el 24 y el 26 de abril de 2020, un equipo de la Fiscalía General de la República practicó varios cateos en viviendas de San Pedro Cholula. Tenían evidencia de que en esos domicilios se fabricaban dispositivos explosivos para posteriormente montarlos sobre drones.
Efectivamente, los agentes encontraron distintos materiales y piezas que permitían generar bombas que se hacían estallar, mediante las indicaciones dadas al dron que las transportaba.
El valedor de las personas que fueron detenidas en esos menesteres era José Antonio Yépez Ortiz, un guanajuatense de escasos 40 años en ese momento y fundador de una pandilla de alto impacto, llamada “Cártel Santa Rosa de Lima” o CSRL.
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La aplastante mayoría de los medios de comunicación, fieles al panegirismo imperante, consideran que este grupo delictivo es poco más que una banda de carteristas, pero no es así. Santa Rosa de Lima es un grupo que ha sido capaz de declararle la guerra al Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) y encima, aterrorizar a buena parte de Guanajuato.
Una y otra vez, los medios de comunicación se han tragado sus palabras, señalando que la organización criminal de Yépez, “El Marro” es un grupo sin importancia o, que, tras la detención de su fundador, desapareció. Ninguna de las dos es cierta.
El caso es que en la junta auxiliar de San Matías Cocoyotla y el Barrio de Jesús Tlatempa, ambos en San Pedro Cholula, se encontró dicha fábrica de dispositivos explosivos. La especie no es menor si se considera que tal municipio ocupa un lugar relevante en términos de delito, junto a los predecibles casos de San Martín Texmelucan, Atlixco, Amozoc y Tehuacán.
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Más allá de las maquilladísimas cifras de incidencia delictiva que se presumen a la menor provocación, la forma más apropiada de conocer lo que ocurre en San Pedro Cholula estriba en preguntarle a los vecinos, a los comerciantes, los que ocupan aquella vivienda, esa escuela. A la gente en general.
Tres delitos saltan como respuesta: los robos, en todos los modos posibles; el narcomenudeo y avanzando lentamente, el cobro de piso. Los respondientes se refieren temerosos a aquellos que van a cobrar la extorsión, como “la gente”, “ésos”, “llegan a cobrar” y no más. Tales términos me son inquietantemente familiares: los he escuchado en Tamaulipas y la Ciudad de México. Son los eufemismos del miedo.
Así, el narcomenudeo y la desaparición de personas se mueven en silencio. Hay calles en las que los halcones operan sin tregua, ya sea cuidando la tiendita o vigilando a los contras.
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El cuento se dice en forma casi robótica: que la venta de narcóticos, el cobro de piso y la desaparición de personas son competencia de otros ámbitos, no el municipal.
Mientras tanto, la delincuencia organizada sigue en lo suyo al tiempo que la autoridad está claramente ocupada, destrozándose al interior del Ayuntamiento.
No hay que desdeñar la presencia de la discreta fábrica artesanal de drones y explosivos que se encontró en el municipio de referencia.
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Si se decidió establecer tal factoría es porque se analizó el entorno y se supo que en el menor de los casos no habría molestias, pero en el peor, alguien meció la cuna para que trabajaran en lo suyo, a cambio de algo.
Se ha dicho hasta la patología que la factoría de Santa Rosa de Lima en San Pedro Cholula “es un evento aislado”, “no hay delincuencia organizada”, “no hay cárteles” y cosas así. A la primera semana de noviembre, San Pedro tenía acumuladas 6 eventos con al menos, una ejecución cada una, por presunta rivalidad de crimen organizado.
Tal cifra es una nimiedad junto a los 100 eventos que lleva Puebla Capital en el mismo periodo (de enero a noviembre 2022) y está lejos de Atlixco y Tecamachalco, con 26 y 25, respectivamente. Pero demuestra que San Pedro no está exento del problema.
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San Pedro Cholula no es San Andrés, parnaso del narcomenudeo. Pero tampoco es un territorio impoluto.
La delincuencia organizada hace lo suyo, cobrando piso y vendiendo narcóticos.
Negarlo es absurdo, minimizarlo es apostar a que el viento lo aleje. Tal cual.
*ARD