Si hubiera que pensar en el principal detonador de la violencia extrema en el municipio de San Andrés Cholula, el significante apropiado es el de los narcóticos. Es de dominio público la cantidad de antros que atiborran la 14 oriente, pero hay un sinnúmero de establecimientos en calles aledañas, que atienden a un mercado insaciable.
Podría decirse de manera superficial que los clientes provienen de la Universidad de las Américas Puebla, pero en realidad llegan de docenas de instituciones desde la capital estatal y municipios aledaños, lo que cifra en docenas de miles a los parroquianos.
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En un artículo publicado en otro medio, estimé con base en datos del INEGI que Puebla tenía en 2020, alrededor de 24 mil 557 estudiantes universitarios que consumían, al menos una vez al mes, algún narcótico. Es suficiente con que el 10 por ciento de esa cantidad compre sus estupefacientes en la zona de los antros, para tener a 2 mil 500 clientes a la semana.
Esos clientes sumarían 10 mil compras al mes. Dado que el poder adquisitivo de los estudiantes varía considerablemente, no viene al caso estimar el valor de la compra de los narcóticos que adquieren, pero la cifra de consumidores da una idea del tamaño de lo que se mueve en aquellas calles.
Así, es factible entender el valor que tiene San Andrés Cholula en términos de ingresos para la delincuencia organizada, que entiende con claridad que en esas calles hay un mercado cifrado en docenas de millones de pesos al mes.
Habrá que agregar el efecto de contagio que los antros, picaderos y tienditas ofrecen en conjunto hacia las seis juntas auxiliares y cuatro inspectorías que rodean al núcleo del municipio, impactando a la sociedad que alberga a un sinnúmero de establecimientos.
San Andrés Cholula tiene otros delitos, entre los que sobresale el robo en todas las modalidades imaginables y las lesiones, pero ése no es más que el ribete del alambicado criminal que opera entre sus muros. Es la delincuencia organizada la que importa, a partir de un complicado proceso que hace lo suyo, frente a la inerme y abúlica gestión local, que de entrada sabe que meterse con los cárteles es una apuesta perdida.
Los alcaldes optan por un clásico de la picaresca: apuntan que el crimen organizado es un tema de la federación o en todo caso, del estado. Y a partir de esta lógica no se mueven ni para pestañear, porque sus potestades para combatir al narcomenudeo y lo que ocultan, es poco menos que risible.
El proceso de venta de los narcóticos trae consigo un tumulto de negocios periféricos. Para iniciar, está el control de la plaza, que en el caso de San Andrés está dividido molecularmente, calle por calle, antro por antro, vendedor por vendedor.
Después, está la obligación fáctica para los antreros, en el sentido de vender narcóticos a sus clientes, les guste o no, les parezca o no. Esto apunta a dos actividades complementarias: cobrar piso a los dueños y gerentes de antros y hacerlos cómplices de una maquinaria criminal.
Posteriormente, aparecen los personajes que solícitos prestan dinero para afrontar los compromisos pero que, al paso del tiempo, mutan de seres amables a auténticas bestias que harán de la deuda una pesadilla y de ésta, una deuda impagable.
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Y así, halcones disfrazados de viene-viene, mujeres que todo lo miran desde sus ventanas. La lista es inagotable porque para el crimen organizado, los oficios no escasean como la sed de dinero tampoco.
Hay quienes pugnan por mudar los antros cholultecas a otras arenas. En teoría, es posible. En la práctica, un absurdo, sin omitir que la principal fuente de ingresos para malos y buenos proviene de los estudiantes universitarios que acuden cuantas veces se pueda a tal zona.
San Andrés vive entre el narcomenudeo, sus delitos conexos y la incapacidad de sus gobernantes. Pero eso no es nuevo.
En todo caso, es un ciclo que se refresca cada trienio.
*ARD