El modo de operar las cosas es el mismo. Un personaje llega comedidamente cualquier día a un bar, a la fonda, al antro, a la cantina, a la cachimba. Y pide hablar con el encargado o si es el caso, con el dueño del lugar.
El empleado que le recibe, le pregunta para qué asunto. “Es un tema de negocios”, “Es sobre seguridad”, “Somos de seguridad”, “Dígale que es importante”. Mirándolo, el empleado descarta que sea un proveedor y menos un funcionario público.
Lo que sí nota es que el individuo no viene solo, dos personajes más se quedan cerca de la puerta y otros tantos están afuera, ya sea en algunas camionetas o vehículos.
Al preguntarle quienes son, la respuesta varía entre la ambigüedad y la amenaza.
“Venimos de la gerencia”, “Somos los encargados de la zona”, “Tú dile que venga a hablar, no es tu asunto”.
El empleado opta por localizar a su patrón y decirle que lo buscan.
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Al cerciorarse de que efectivamente está hablando con el dueño, el tono del visitante cambia y llega la propuesta. Su interlocutor le dice que es representante del cártel que tiene el control de la plaza y que ya han visitado a fulano, a mengano, a perengano, señalando a vecinos de la zona o competidores del bar que ahora mismo están visitando.
Sin pedir opinión, el visitante le da una bolsa con estupefacientes.
Le dice a cuánto debe venderlos a sus clientes, además de señalarle hora y día para que alguien del grupo delictivo pasará a dejarle más mercancía y recoger el dinero de las ventas.
Queda claro que el delincuente no le está pidiendo permiso ni le da parecer sobre el asunto. Básicamente le está dando órdenes al azorado empresario o emprendedor que de la nada, se convirtió en vendedor de narcóticos.
El empresario se da cuenta de lo inútil de intentar reportar la llegada de estos criminales a las autoridades, porque recuerda que apenas denunció un caso similar un amigo, los delincuentes regresaron a visitarlo y tras ponerle una golpiza, incendiaron su establecimiento.
Son orejas, innumerables, las que están pendientes de lo que ahora en adelante deberá hacer el empresario, que de la noche a la mañana se convirtió en vendedor, mula y miembro de un grupo criminal que ni siquiera conoce.
Comienza a vender narcóticos por medio de sus empleados.
La gente se los compra y él entrega el dinero.
Cualquier día lo visita el mismo personaje de la primera vez y lo felicita. Le regala un poco de producto “para que se aliviane”.
Pero las cosas empeoran.
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Semanas después, llega un hombre distinto a visitarlo, acompañado de individuos peor de mal encarados que los anteriores.
Con pésimos modales le avienta en la cara una bolsa con narcóticos y le dice que, de ahora en adelante, trabajará para él, vendiendo estupefacientes.
Pasmado, el empresario le dice que ya trabaja con otra persona y que no puede vender más, porque si de por sí es peligroso hacerlo, la gente no compra más producto.
El visitante le responde que ése es su problema. Y se retira.
Así, el empresario opta por traspasar su fonda, su bar, su antro, su cantina, su cachimba. Y se va a otro municipio a intentar cambiar su suerte.
Éste es el modo de operación como las organizaciones criminales obligan a los empresarios a hacerse narcomenudistas.
Así se venden estupefacientes, como en el caso de docenas de bares y antros en Puebla, Coronango, Cuautlancingo y Amozoc, por citar unos ejemplos.
Es la migración criminal que azota a Puebla, territorio que dejó de ser el lugar adonde no pasaba nada, incluyendo a Coronango.
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